domingo, 23 de mayo de 2010

DESPILFARRO Y ALIMENTACIÓN

Jean Meyer / El Universal
Frente a la necesidad de alimentar mejor un número mayor de terrícolas, gobiernos, empresarios y agricultores buscan soluciones para aumentar la producción de alimentos, soluciones que deben ser conciliables con las exigencias contradictorias de conservación de lo que queda de la naturaleza, defensa del medio ambiente y reducción del efecto invernadero.
¿Por qué no iniciar con una solución negativa? En lugar de aumentar la producción, limitar, si no eliminar, el despilfarro de alimentos. Un estudio publicado en la revista científica PLOS One, de noviembre de 2009, calcula que en Estados Unidos el 40% de la alimentación disponible termina en la basura. En el resto del mundo desarrollado, el porcentaje varía entre 30 y 40%. Eso significa que se gasta inútilmente la cuarta parte del agua consumida globalmente, la que corresponde a la producción de aquellos alimentos despilfarrados, y representa el equivalente energético de 300 millones de barriles de petróleo por año… ¿No les da vértigo?
El despilfarro no es privilegio de los ricos, los países “en vía de desarrollo” lo practican también, de otra manera. Según los países y los años, se puede perder entre 10 y 60% de la producción agrícola, entre el productor y el consumidor. En este caso, otra vez, el agua, recurso cada día más escaso y valioso, sufre un despilfarro escandaloso. En lugar de batallar para duplicar la producción alimenticia de aquí a 2050, en función de las previsiones demográficas, ¿no sería más razonable luchar eficazmente contra el despilfarro?
En los países desarrollados y los sectores acomodados de las demás naciones, lo que se pierde se encuentra en la distribución, no en la producción o cosecha; parte de la materia prima se descarta por razones de presentación estética, luego hay que prever pérdidas importantes: todo lo que se va a tirar por razones de exigencia sanitaria, una vez llegada la fecha de caducidad. A la hora del consumo, los restaurantes, tanto comerciales como sociales, y las cocinas de las amas de casa, acaban por mandar importantes cantidades a la basura. Ya se nos olvidó la época del alimento sagrado, fuese el más sencillo, tortilla o pan. Nada se perdía, había gallinas o puerquito.
Inglaterra, Francia, Alemania han multiplicado los estudios precisos del contenido de la basura doméstica, para establecer una separación y un tratamiento racional de los desechos: la cuarta parte de los alimentos comprados por las familias se tiran y, por orden de importancia van primero frutas y verduras, los productos de panadería, carne, pescado, y bebidas. Los mismos estudios afirman que el despilfarro podría reducirse casi a cero, porque casi siempre la decisión de tirar se debe a que no se consumió el producto antes de la fecha de caducidad. Cuestión de organización, nada más. Se compró cantidades mayores a la necesidad, no se cocinó ni se comió a tiempo, y el presupuesto familiar se permite este lujo.
En los otros países, más que de despilfarro, se trata de pérdidas por razones técnicas muy diversas: según la FAO, ocurren a la hora de la cosecha, luego intervienen las malas condiciones de transporte y almacenamiento y finalmente un conocimiento insuficiente de, o recursos insuficientes para, la conservación de los granos y otros alimentos. La urbanización acelerada en ciudades de cientos de miles, de millones de habitantes agrava el problema y las pérdidas suelen ser gigantescas.
Los especialistas conocen el problema y lo han planteado muy claramente, pero pocos Estados lo toman en serio. Grave error, porque en los países pobres sería mucho más barato y rápido salvar lo producido que aumentar la producción. Entre los países desarrollados, sólo Inglaterra y su gobierno laborista han lanzado una campaña para sensibilizar la opinión pública; por ejemplo, se explica a los británicos que los alimentos familiares que van a la basura representan el equivalente de 20 mil millones de dólares al año, o sea 700 dólares por familia, y 2.5% de las emisiones de gas a efecto invernadero. La campaña explica también de manera pedagógica lo que representa el despilfarro en términos de agua, energía, fertilizantes, herbicidas, pesticidas… sin contar la labor de los hombres.
Nosotros no cantamos mal la ranchera e ignoramos con soberbia que tiramos tanto y que la producción de nuestros alimentos, ya no sagrados, necesita tantos recursos, tristemente despilfarrados. Se nos dice, bien tímidamente por cierto, que habría que ahorrar agua y energía, urge gritar que hay que poner fin al despilfarro de alimentos. Y de muchas otras cosas.
Profesor investigador del CID


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