domingo, 6 de marzo de 2011

LA CANASTA DEMOCRÁTICA

Francisco Valdés / El Universal
Se suele hablar de la “canasta básica” para referirse a los bienes esenciales para cualquier persona. Este concepto está arraigado en la estadística, entendida en el sentido original de los datos necesarios para que un gobierno tome decisiones.
Amartya Sen —filósofo, economista y uno de los pensadores contemporáneos más profundos y menos entendidos— ha insistido en que la percepción de la realidad y el sentido de las decisiones que toman las sociedades varían de acuerdo con la forma en que se miden. Sen ofrece una vasta argumentación al respecto cuando se refiere a la pobreza y la desigualdad. Al aceptar la premisa liberal de la igualdad entre los seres humanos, se pregunta “¿igualdad de qué?”. Por obvio que parezca, la igualdad ha estado informada en demasía por una retórica jurídica y poco por las condiciones reales en que se desenvuelven los seres humanos.
Para que la igualdad no quede en mera abstracción se han propuesto muchas soluciones. El pensamiento político, clásico y moderno es incomprensible sin esta preocupación que está en sus raíces.
Sen propone formas nuevas de medición. En buena parte a él se deben las modalidades al uso de medición de la pobreza, de la desigualdad, del desarrollo social, del desarrollo humano. Hoy estas medidas se han incorporado a los sistemas de cuentas nacionales.
Hace unos días Sen visitó México para impartir una conferencia y entre otras cosas afirmó que la democracia no puede avanzar, ni siquiera entenderse sin el propósito de alcanzar la igualdad en un sentido práctico, es decir, político. Y no al estilo Robin Hood, quitándole a los ricos para repartir a los pobres. El asunto es más complicado si se trata de igualdad y democracia representativa. Esta última debe ayudar a institucionalizar el “gobierno por discusión”, como lo nombró John Stuart Mill, y en la discusión tienen que ocupar un sitio privilegiado las formas de la igualdad y sus contrarias.
Si las personas concretas no tienen “libertad de realización” o la desigualdad de realización es muy amplia, la convivencia en democracia fracasa. Si hay quienes la tienen en sobreabundancia por ocupar posiciones privilegiadas en la estructura social, mientras que otros tienen poca, muy poca o prácticamente ninguna, no hay orden político que aguante (vid. El Magreb).
Una de las divisiones políticas que han surgido en la “tercera ola” democrática es la que opone democracias representativas y democracias participativas. Las primeras suelen ser tildadas despectivamente de “liberales”, como si esa corriente de pensamiento fuera despreciable y las segundas como “populistas”. Lo cierto es que en las primeras, al menos en las de reciente creación, han tendido a parapetarse los poderes oligárquicos de preferencias autoritarias y conservadoras, mientras que en las segundas se ha intentado remover a esos viejos poderes consolidando liderazgos a la Robin Hood. En las primeras se paralizan las fuerzas del cambio al confundir el sistema político con un aparato poco susceptible de ser realmente representativo de las preferencias de todos los sectores sociales y de procesar sus contradicciones. Las segundas generan bloques de poder que para afirmarse arrasan el pluralismo.
La disyuntiva entre ambas conduce a una aporía: identificar la democracia representativa con la preservación de la desigualdad y la injusticia, y a la justicia y la equidad como inviables junto con la democracia. Un callejón sin salida.
Es necesario redefinir el problema. Amartya Sen y otros como John Rawls han propuesto un redimensionamiento de la democracia que incluye igualdad en ciertos bienes básicos y en hacer posibles trayectorias de vida en “libertad de realización”. Democracia política y mejoría del bienestar tienen que ir juntos; de otro modo ambos sucumben.
La estadística podría contribuir a este objetivo humano colectivo permitiendo medir para tomar decisiones que de otro modo son impensables. Una canasta democrática incluiría varios componentes. Desde luego, la canasta económica básica que debería ser definida como el salario digno que permita conseguirla. Pero además, un sistema electoral justo y competitivo que no sea solamente regulador entre partidos, sino que incorpore a los ciudadanos a las tareas públicas, desde candidaturas independientes, hasta iniciativas y formas de participación social diversas. A ello se tiene que agregar un mínimo de educación y cultura cívica, un espacio público propicio para el diálogo, lo que implica una transformación de los medios de comunicación para que se guíen realmente por el principio de publicidad. Por otra parte, un inventario de derechos fundamentales con acceso efectivo, exigible a la justicia; fiscalías y tribunales verdaderamente eficaces para crear ese piso, así como un mínimo de efectividad gubernamental demostrable a través de esquemas aplicables de rendición de cuentas.
No es toda la canasta, pero la sola decisión de establecerla en la estadística sería una paso para salir de falsas discusiones.

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