viernes, 11 de marzo de 2011

MÉXICO, OTRA PERSPECTIVA

La síntesis que se logró en Ditchley reconoce la gravedad de los problemas de México, pero muestra caminos para dejarlos atrás.
Pascal Beltrán del Río / Excelsior
Cuando se abandona el bosque y se ven los árboles a la distancia, la perspectiva cambia.
El seguimiento diario de los acontecimientos en México, particularmente aquellos que tienen que ver con la lucha política y las actividades del crimen organizado, deja una sensación ominosa: el país se hunde en arena movediza y la soga salvadora no aparece por ningún lado.
No se trata de negarse a ver los hechos que mantienen al país estancado y sin tierra firme bajo los pies. Son suficientemente grandes. Millones de mexicanos los padecen todos los días, trátese de violencia, justicia negada, falta de competencia, corrupción, opacidad, pobre recaudación o parálisis legislativa.
Puede uno alejarse a gran distancia de México y esos problemas se siguen viendo. Sin embargo, también puede verse que muchos de ellos tienen solución y que el país –más grande que sus políticos—cuenta con lo necesario para alcanzarla. No quiero decir por ello que la solución sea fácil o que el esfuerzo requerido sea nulo, pero si seguimos pensando como sociedad que es imposible salir de este pantano, ahí nos quedaremos.
Lejos estoy de recetarle una dosis de optimismo a los mexicanos. Eso se lo dejo a los propagandistas del gobierno, que es parte de su trabajo. No me asusta que la autoridad quiera encontrar el lado brillante de las cosas, pues le toca hacerlo, pero el pensamiento positivo sin acción acaba siendo pura demagogia.
Vine a esta localidad aislada del condado de Oxfordshire a participar en un seminario sobre México organizado por la Ditchley Foundation. El lugar es tan remoto que, durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió de escondite a Winston Churchill para evitar ser alcanzado por las bombas alemanas. Es la primera vez en medio siglo que la institución —dirigida por Sir John Holmes, un hábil diplomático británico y ex subsecretario general de la ONU—dedica una reunión a las perspectivas de México.
El formato de la reunión permitió hablar con sinceridad. Entre los 36 invitados había funcionarios del gobierno mexicano, diplomáticos, académicos y periodistas. Los asistentes eran de varias nacionalidades y provenían de diversas ciudades de todo el mundo. Las reglas de la institución autorizan hablar del contenido de las discusiones, pero no identificar a los asistentes. Dentro de unos días la fundación Ditchley subirá a internet una versión resumida de lo que se planteó, que usted podrá contrastar con el texto que está leyendo.
En la reunión se dijeron muchas verdades. Los extremos de pesimismo y optimismo sobre el futuro del país se encontraron de frente y convivieron con tesis más moderadas. Aquí nadie se molestó por escuchar críticas, como sí sucedió hace algunas semanas, en Madrid, cuando el embajador mexicano en esa capital regañó a dos reporteras de El Diario de Ciudad Juárez que habían acudido a recibir un reconocimiento.
Habría que decirle a don Jorge Zermeño que así no se arreglan los problemas de México. Tampoco lanzando acusaciones temerarias contra servidores públicos sin tener prueba alguna. Tenemos que desarrollar la capacidad de escucharnos unos a otros y distinguir el análisis desapasionado y factual de la propaganda política.
La síntesis que se logró en Ditchley, y que fue aprobada al final por todos los asistentes, reconoce la gravedad de los problemas de México, pero muestra caminos para dejarlos atrás.
Las visiones rosa y negra de la realidad mexicana han dejado de ser últimos salvo para las campañas electorales. Ningún mexicano medianamente informado y dotado de sentido común puede creer que México no tiene problemas muy serios, pero tampoco que éstos son insuperables si la sociedad se decide a actuar sobre ellos.
Tome usted, por ejemplo, el debate sobre las armas provenientes de Estados Unidos. Es verdad que la regulación estadunidense y —ahora lo sabemos— la acción tramposa de algunos funcionarios de ese país han generado un mercado al sur de la frontera, pero ¿no es cierto también que la debilidad institucional en México es en parte responsable de ese tráfico? Tal fue el consenso en Ditchley, más allá de la retórica que hoy en día escuchamos en Washington y la Ciudad de México.
¿Qué nos toca hacer como país? ¿Cambiar las leyes de Estados Unidos o fortalecer nuestras instituciones? Si sostenemos que lo primero, tendríamos que dar por válido el argumento de que México es responsable de que las drogas lleguen al otro lado.
A la mayoría de los asistentes les pareció indudable que México tiene fortalezas: una fuerza laboral confiable cuyo costó convergerá con el de China dentro de pocos años; un crecimiento de su clase media, pese a que un sector importante de mexicanos sigue sumido en la miseria; una reforma de justicia que podría significar una vuelta de tuerca a los problemas de impunidad que padecemos…
¿Qué necesitamos para aprovechar ese potencial? Para mí, así como para varios de los asistentes, la acción de la sociedad civil.
Lo he escrito en otras ocasiones en este espacio: después de la creación del IFE ciudadano y la alternancia de 2000, la sociedad abandonó la escena. Creyó cumplida la tarea y desapareció. No hubo liderazgo para profundizar los cambios emprendidos —del presidente Vicente Fox, en primer orden de responsabilidad— y los partidos que antes decían luchar por el cambio democrático se acomodaron frente al tablero que había pertenecido solamente al PRI.
Es verdad que no es fácil movilizar a la sociedad sin liderazgo. En el México de hoy hay pocos líderes dispuestos a señalar el camino para salir de las arenas movedizas en las que nos encontramos. Bismark decía que líder es aquel que está atento a escuchar los pasos de la providencia y se encuentra listo para tomar su abrigo a la carrera. ¿Cuántos en México sabrían distinguir ese sonido y estarían dispuestos a liderar, a decirle a los mexicanos que no podemos seguir adelante sin competencia económica, sin respeto a la propiedad y la ley y sin un sistema eficaz para equilibrar los desbalances sociales, si queremos progresar como país?
Un líder tendría que decirle a los mexicanos que en lugar de pelearnos por la interpretación del pasado y desgastarnos con tabúes, este país necesitaría pensar en el futuro.
Un líder tendría que estar dispuesto a decirle a los mexicanos que son limitadas las reservas petroleras que se pueden extraer con el marco legal y la tecnología que tenemos actualmente, y que, por tanto, deberíamos hacer una reforma energética seria y adquirir la tecnología necesaria o realizar una reforma fiscal de fondo, porque dentro de una década las finanzas públicas del país podrían enfrentar lo que en la conferencia de Ditchley se denominó “la tormenta perfecta”.
¿Vamos a esperar esa tormenta perfecta o vamos a actuar antes?
La democracia, esa forma de organización social siempre inacabada, requiere de una sociedad civil participativa, comprometida e informada que tenga un propósito común. Y éste tendría que ser un modelo de nación compatible con el mundo globalizado y no uno anclado en un pasado poco glorioso o cargo de convicciones sin sustento.
Invadir Libia, ¿como Irak?
En octubre de 2002, Kenneth M. Pollack, un analista de la CIA reconvertido en académico, se encargó de convencer al mainstream estadunidense sobre la conveniencia de invadir Irak. Al final, su libro The Threatening Storm resultó plagado de exageraciones y medias verdades, y la guerra en ese país, un desastre humanitario y militar.
Hoy, nuevamente surgen voces que plantean la conveniencia de llevar a cabo una invasión, esta vez contra Libia, donde el dictador Moammar Gadhafi masacra al pueblo rebelado en su contra. El problema es que dicha masacre parece ser solamente el pretexto de quienes claman por la acción militar, como si en las guerras de Afganistán (que comenzó en 2001) e Irak (2003) se hubieran tratado de salvaguardar los derechos humanos.

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